Los matarifes
El tufo a madera quemada lo inunda todo. La tarde se ha teñido de un verdor enfermizo debido al humo, a la niebla vespertina y a los efluvios reptantes desde las ciénagas. También flota en el ambiente el olor a carne chamuscada, proveniente de los cuerpos ennegrecidos de nuestros cerdos. Están tan muertos como mi hermano Lope, que cuelga de una soga atada a las calcinadas vigas del molino.
Le recuerdo subido a unos cajones, arengando a las masas, exhortando a los compañeros a alzar las armas y luchar contra los abusivos impuestos de la Corona. La Rebelión de los Molinos, la llamaron. Je. Poco duró la revuelta. El rey envió a sus fuerzas para sofocar el alzamiento con puño de hierro. Entre encarcelamientos, palizas y asesinatos pronto no quedó nadie con ganas de plantar cara. Solo Lope, indomable, seguía batallando, y yo, como buen hermano, resistía a su lado.
Ahora todo ha acabado. Hoy se ha presentado un pelotón liderado por dos matarifes. Han prendido fuego a Los Gemelos, los dos enormes molinos familiares, y han ahorcado a Lope del que todavía no ha sucumbido a las llamas.
El matarife más bajo y gordo me tumba de una patada contra una carreta. El otro, alto, delgado y de grandes bigotes se acerca hasta mí a lomos de su caballo y desmonta. Me dice que el rey ha prometido nuestras tierras a su compañero como recompensa y, a él, la mano de su joven hija. Consigo acertar con un escupitajo en su rostro. Saca un pañuelo, se limpia la cara, desenvaina su espada y la hunde lentamente en mis entrañas. Mientras el gigantesco molino que quedaba en pie se derrumba a sus espaldas, susurra:
- Quiero que mi nombre sea lo último que escuches antes de morir. Todos me llaman Quijote.
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