Llega con la niebla

Esta historia tiene lugar en un pequeño pueblo cada vez más despoblado, como tantos otros que sufren el mismo problema en nuestro país. Es una Nochebuena fría y desagradable, vestida con una espesa niebla que las farolas de la población tiñen de naranja.

Pasada la medianoche, una silueta llega al pueblo por un negro camino. Primero anda junto al apartado cementerio, más pequeño, oscuro y triste que nunca. Las Navidades son solitarias para los muertos. A continuación, pasa al lado de la antigua iglesia románica, reformada unos años antes, cuando todavía parecía que había un futuro para el pueblo. Haces de luz salen por los ventanales, y desde dentro llegan villancicos cantados por los escasos ancianos que asisten a misa. El templo emana calidez, pero el visitante se siente ajeno a ella y es incapaz de sentirla. Lleno de desdicha, continúa su camino.

Recorre el pueblo envuelto en niebla, pero sus pisadas no provocan ningún ruido sobre el suelo empedrado. Un par de perros callejeros, abandonados años atrás cuando dejaron de servir a sus dueños para la caza, alzan la cabeza a su paso. Aunque no pueden verle sí perciben su presencia, y se ponen a aullar lastimeramente, acompañando su estado de ánimo.

Sin duda debe de ser una visión inquietante verle surgir de la bruma en una noche como esta. Suponiendo que alguien pudiera verle, claro. Además, aunque así fuera, no hay nadie en la calle. Muchas de las casas están abandonadas y a oscuras, pero algunas de ellas todavía están iluminadas con cambiantes luces de colores y la vida bulle en su interior. De nuevo, el visitante se siente triste y apartado de todo aquello.

Finalmente, se detiene al llegar a la casa que estaba buscando. La observa detenidamente, esforzándose por grabar en su memoria cada mínimo detalle. Acaricia las piedras de las paredes y la madera levemente astillada de la puerta. Duda. No está seguro de que vaya a dar resultado, puesto que solo puede entrar si es invitado. Finalmente, alza el puño y…

***

La mujer se sobresalta cuando oye que aporrean la puerta.

- ¿A quién se le ocurre llamar a estas horas, y en Nochebuena además? Ya puede ser importante…

Sale de la habitación refunfuñando, pero se para en el umbral un instante y se vuelve hacia el interior.

- No te preocupes, tranquila. Vuelvo enseguida. Tú sigue respirando. Todo va a ir bien.

Baja las escaleras trabajosamente, como es esperable para alguien de su edad. Llega a la puerta, quita el cerrojo y abre impetuosamente, con un buen puñado de reproches listos para ser disparados.

- A ver, ¿qué demonios ocurre? Sabéis perfectamente que estamos ocup-

Nada. En el exterior no hay nadie. Solo la densa niebla, y nada más. Tras unos pocos segundos atónita, un escalofrío recorre su espinazo. Cierra la puerta bruscamente, vuelve a echar los cerrojos y se da toda la prisa que puede para volver la habitación, resoplando con cada escalón que tiene que subir.

- No había nadie, supongo que será algún bromista. Los hijos de los Pelaos, seguro, que están más malcriados que yo qué sé. Una buena tunda les hacía falta. Ya son ganas de venir a tocar las narices, con la noche que hace, y para cuatro gatos que somos en el pueblo.- interrumpe su retahíla de quejas- ¿Cómo te encuentras?

- Pues igual, mamá, cómo voy a estar. ¡Si has estado dos minutos fuera!- dice su hija, recostada en la cama.

- Bueno, bueno… ¿Todo igual con las contracciones?

- Sí, mamá, todo igual. 

- Pues nada, a esperar toca. De verdad que no entiendo por qué has decidido dar a luz aquí, y no en un hospital. Es una inconsciencia.

- ¡Ay, mamá! ¿Otra vez? ¡Ya lo hemos hablado mil veces, y ahora no es el momento! 

La mujer calla y se resigna. Lo último que necesita su hija en este momento es una discusión, así que hará lo único que puede hacer: ayudar con el nacimiento del bebé. Jamás habría imaginado que, después de jubilarse tras años trabajando como matrona, su hija le haría pasar por un parto en la casa del pueblo. Sin recursos, sin una asistencia médica adecuada, sin familiares ni amigos. Las dos solas. Qué pena que él…

Un grito de su hija, provocado por una nueva contracción, saca a la mujer de sus reflexiones. Se pone de nuevo manos a la obra. Las horas pasan y ambas mujeres, mano a mano, pasan juntas la experiencia. La madre ayuda y proporciona palabras de ánimo a la hija. 

Finalmente, en la hora más fría de la madrugada, un llanto de recién nacido hiende la oscuridad de la noche. La estrenada madre mira a su bebé con devoción y un cariño infinito. Recuerda entonces al padre, fallecido unos meses atrás en un accidente de coche, y sus ojos se anegan en lágrimas.

***

El visitante ha pasado horas observando a las dos mujeres durante el parto, intentando transmitir con su invisible presencia todo su amor y apoyo a la que fue su esposa hasta aquel fatídico día. Ahora contempla embelesado a la nueva vida que un día contribuyó a crear. Una indescriptible sensación de calor como nunca antes había sentido se extiende por todo su ser. 

Las dos mujeres han caído dormidas, presas del cansancio. De pronto, el bebé, pequeño y arrugado, abre sus ojos y lo mira directamente. Le está viendo. Él sonríe y levanta su incorpórea mano, despidiéndose de la pequeña criatura. Ojalá pueda volver a verle. Sintiéndose flotar, atraviesa puertas y paredes (ahora sí puede hacerlo), y abandona la casa. 

Una felicidad radiante y una tristeza inconmensurable, ambas igual de intensas, llenan por completo su espíritu. Espera poder regresar algún día. Y así, mientras en alguna casa cercana suena “Noche de paz”, el visitante desaparece entre la niebla en una fría madrugada de Navidad.

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Este relato participó en el concurso de cuentos de Navidad organizado en diciembre de 2018 por ZendaLibros.

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